La vida en 30 metros cuadrados
¿Es compatible la vida digna con 27 metros cuadrados?
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Isabel Storch es química, vive en Madrid y tiene 32 años. Como muchos de sus coetáneos, tiene más años que metros cuadrados en los que vivir. Desde marzo de 2003, los 27 metros cuadrados perfectamente ordenados de su buhardilla en el barrio de Chamberí envuelven su vida como un vestido bien dibujado, pero muy estrecho. Y a Isabel no le queda otra solución que "encajar todo como si fuera un puzzle".
Su lucha contra el espacio no es excepcional. Por el contrario, es más o menos lo normal para los jóvenes en las grandes ciudades. El problema es entender si esta normalidad es aceptable, si es compatible con el derecho reconocido por la Constitución a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. ¿Caben las palabras "digna" y "adecuada" en 27 metros cuadrados? ¿Qué opinan quienes viven en esas condiciones?
"Cuando compré el piso tenía miedo de sentirme agobiada en él. Tras dos años de vida aquí puedo decir que, a pesar de las dificultades, estoy a gusto. El ser humano tiene una gran capacidad de adaptación", comenta Isabel.
El piso, efectivamente, es una brillante demostración de esa capacidad. En el rincón de la cocina, por ejemplo, todo cabe, aunque en dimensiones reducidas a la mitad respecto a lo normal. Minilavavajillas, dos fuegos, horno para monoporciones, pequeño congelador. No falta nada. "Pero claro, yo no puedo hacer una megacompra. Cuando voy al supermercado tengo que acordarme de cuánto espacio libre hay en el congelador...".
La tecnología ayuda. Para ahorrar espacio, Isabel compró un televisor de pantalla plana. Las sartenes tienen todas el mango desmontable, así que a la hora de guardarlas encajan bien una dentro de otra. Los productores de accesorios para la casa olieron el negocio de los minipisos hace tiempo y ofrecen muchos productos específicamente proyectados para los espacios pequeños.
"El orden es fundamental", señala Isabel. Claro, ni el orden ni la tecnología pueden hacer milagros. En el piso casi no hay libros. "Los he dejado en casa de mis padres. Algunos, una vez leídos, los regalo...". Pero la falta de libros y la escasez del espacio no cambian la sustancia: el piso es acogedor, luminoso, alegre. Más que digno.
Naturalmente, los metros cuadrados no son valores absolutos. La vecina de Isabel -Susana Castellanos, una ecuatoriana de 25 años- está en alquiler en una buhardilla parecida. Pero vive en ella con su marido y su niña. Y dividido por tres, el espacio se convierte en agobio. El muro que separa los dos pisos no es grueso, pero parece un abismo. "Yo trabajo en un supermercado", cuenta Susana. "No gano mucho, mi marido tampoco. No nos podemos permitir más. Y mejor esto que tener más espacio en un barrio malo". La luz es la misma del piso de Isabel, pero lo que ilumina no tiene alegría.
Más duro todavía es cuando, además de la alegría, falta la juventud. Manuel Lázaro, un jubilado de 73 años, es dueño de una buhardilla de unos 25 metros cuadrados en el barrio madrileño de Lavapiés. La comparte con su mujer y un nieto. "¡Que se sepa lo mal que se pasa viviendo así! ¡Hay que contarlo!" Mientras lo dice, deja en el suelo las bolsas de la compra. En una hay patatas. En la otra, leche para el niño. "La carne está cara", comenta.
El techo de la buhardilla no llega a dos metros en la parte alta. Luego va bajando, como la agobiante hipotenusa de un triángulo. En el mismo ambiente están la cama del matrimonio, la del niño y la mesa. En esas condiciones, el derecho a la vivienda digna suena a una tomadura de pelo.
En la misma calle del barrio de Lavapiés vive Alejandro Mahieu, un diseñador gráfico de 31 años. Su piso mide unos 36 metros cuadrados. "Aquí había antes un apartamento muy grande. El dueño lo ha partido en cuatro minipisos, para ganar más", cuenta. En el mercado inmobiliario, una unidad de 160 vale menos que cuatro de 40, por ejemplo. Así que la fragmentación es una praxis frecuente. "No deberían permitirlo. Se especula, y los precios suben", opina Alejandro. "Elegí este piso porque, pese a ser pequeño, tiene bien separados los ambientes. Si invito a amigos, no tengo que acostarme luego con olor a humo y comida en la cama...", explica. "Estoy a gusto aquí, pero está claro que no es una solución definitiva", añade.
El espacio es una cuestión relativa. La dignidad de la vivienda es una ecuación con muchas variables, y las críticas radicales llovidas sobre la hipótesis de construir miniviviendas de protección oficial suenan más a lucha política que a diálogo constructivo en interés de la ciudadanía.