Cuando era niño, solíamos ir en familia a pasar el día en el Pantano. Al rayar el alba mi madre a duras penas nos arrastraba hasta el seiscientos a mis hermanos, al abuelo y al perro.
Cargábamos el exiguo maletero con todo lo necesario para pasar nuestro mensual día de campo. La tortilla, los filetes empanados, la nevera con el hielo que hacía mi padre por la noche en a despecho de los tupper de mi madre, las barras de pan y el termo con café.
Dulces recuerdos de una infancia en la que la bicicleta era el regalo por excelencia, el balón juguete de niños y el Un, dos, tres, el aperitivo perfecto para El hombre y la tierra.
Y antes de salir, legaña en mano, mi madre se encargaba de que hiciesemos pis, y de que mi padre no olvidase el mantel de cuadros.
Gracias apreciados vecinos porque con vuestra contribución en este nuestro particular camping urbano, en el que tan solo faltaba para remontarnos a los tiempos del Cuétame el susodicho mantelito, he podido recordar mis familiares tiempos de posguerra.
Con algo de suerte, cualquier día nos encontraremos en el patio a La Herminia, a don Antonio y hasta al Imanol Arias vestido de conserje.