La arquitectura residencial social brega desde hace años con varios desafíos: construir cada vez mejores viviendas con materiales más modernos y chocantes para un ciudadano acostumbrado al arcilloso color naranja y, a la vez, componérselas para hacer esas casas más pequeñas, con menores presupuestos y en pésimos entornos urbanísticos , es decir, en barrios que invitan mucho al individualismo y poco a la convivencia. El resultado rara vez es satisfactorio.
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