El discurso de Navidad que no dará Felipe VI
- ¿Se imaginan al rey señalando a Vox o a la presidenta madrileña y sus desafíos a la ley con la misma energía con la que señaló en su momento a los líderes independentistas catalanes?
Gerardo Tecé 24/12/2020
La serie The Crown es una joya del interiorismo, no por el presupuesto que se dejan en mobiliario y decoración con cada capítulo, que también, sino por otro tipo de interiores tratados con precisión. Son esos interiores humanos que recorren los pasillos de palacios reales como el de Buckingham, los miedos, intereses y miserias de quienes se ocultan bajo las coronas. En una de mis escenas favoritas, la reina Isabel II recibe por primera vez al recién elegido primer ministro británico Harold Wilson y lo hace con desasosiego. Wilson, socialista que había ganado las elecciones con un discurso de igualdad y justicia social, no gustaba, y con razón, en una casa cuya posición de privilegio se sustenta justamente en lo contrario. Por Buckingham Palace corría por aquellos días de 1964, en los que Wilson era nombrado primer ministro, el mismo bulo que corría por cualquier familia británica de derechas de la época post Churchill, familias molestas e inquietas por la llegada al poder de un izquierdoso. El bulo consistía en que Harold Wilson era un espía de la KGB rusa, infiltrado en las estructuras políticas del Reino Unido para llegar al poder y llevar al país al caos y al comunismo. En fin, lo normal en estos casos. Hace tiempo que todo esto está inventado. El propio Wilson, cuenta la serie, tuvo que encargarse de desmentir personalmente el bulo ante la reina durante su primera audiencia.
Mediante los paisajes interiores de los miembros de la realeza, la serie cuenta la historia de lo que ya imaginamos sin necesidad de superproducciones: que las monarquías europeas del siglo XXI no son únicamente símbolos de representación del pueblo, que no son simplemente caras que aparece en monedas e inauguraciones. Son mucho más. Son, ante todo, representantes sindicales de una clase económica y social dominante, un cortafuegos político disfrazado de institución neutral que miente cuando dice que representa a todos los compatriotas por igual, un resorte de contención por si, llegado el caso, los ciudadanos votasen en la dirección equivocada según los intereses de los de siempre.
Para saber que la función de las monarquías actuales es la de ser una herramienta en manos de las lógicas de poder de la derecha no hace falta estar suscrito a Netflix, ni recorrer los paisajes humanos interiores que tan bien propone The Crown. Con prestar atención a cualquier discurso público del actual rey Felipe VI, por poner un ejemplo cercano, bastaría. Como Isabel II en 1964, el rey Felipe se enfrenta estos días –enfrentarse es el verbo adecuado en este caso– a un Gobierno de izquierdas al que debe obediencia y coordinación sin poner trabas, según dicta la Constitución. La Constitución, al contrario que The Crown, está llena de capítulos que rozan la fantasía. El de esta Nochebuena será el primer discurso de Felipe VI frente –frente también es el adverbio adecuado– al primer gobierno español de coalición de izquierda en noventa años. La cosa, a nivel histórico, tendrá chicha por mucho que estos discursos de Navidad sean en las casas plebeyas poco más que un acompañamiento mientras se pelan las gambas o se sopla la sopa.
La gran noticia, que no será noticia en los grandes medios el día 25, es que el rey Felipe VI no dará el discurso de Navidad que desde la Casa Real tantos años se lleva dando. Según se nos lleva repitiendo desde hace décadas, la monarquía en España se justifica por los valores y vitaminas que nos aporta como sociedad: estabilidad, unidad, ejemplaridad, convivencia… Nada de esto aparecerá de manera contundente mañana.
Según esta teoría, en Nochebuena Felipe VI debería dar un discurso que, consensuado con el Gobierno, aportase estabilidad y unidad al país en un momento complicado. Un discurso que apoyase expresamente las medidas sociales que se han tomado para enfrentar una crisis histórica, un mensaje de confianza en ellas. Es lo que, por ejemplo, hizo su padre el rey Juan Carlos cuando, en otro momento económico histórico, apoyó con entusiasmo en su discurso de Navidad el Tratado de Maastricht, a pesar de que no todo el país estaba de acuerdo, a pesar de que era fuertemente criticado por buena parte de la izquierda. La Casa Real, dijeron entonces, se limitaba a seguir la senda que marcaba el Gobierno del momento. Esto mismo sería lo esperable de Felipe VI en su próximo discurso: arrimar el hombro junto a su gobierno, aunque la oposición de derechas pudiera molestarse como en otra época se molestó la oposición de izquierdas. Olvídense. En este caso no sucederá.
En su discurso de nochebuena Felipe VI debería mandar un mensaje de convivencia, como tantos otros años se ha hecho desde la Casa Real cuando quizá no existía un problema de convivencia real como el que existe hoy. Un mensaje que señalase –ya se hizo durante la crisis del procés– a quienes siembran división en la sociedad de manera irresponsable en momentos delicados. ¿Se imaginan al rey señalando a Vox o a la presidenta madrileña y sus desafíos a la ley con la misma energía con la que señaló en su momento a los líderes independentistas catalanes? Olvídense también de que en este caso esto pueda pasar.
Debería Felipe VI mandar un mensaje de ejemplaridad, hablar con claridad de la situación de su padre y antecesor en el cargo, fuera de España y protagonista de unas cuantas supuestas cacicadas corruptas de dimensiones internacionales. Tampoco esto lo veremos por parte de una institución que durante décadas se nos presentó como ejemplar. Debería el rey, como mando supremo de las Fuerzas Armadas, como supuesto garante de la democracia –esto también se nos ha repetido bastante–, saltar del trono en defensa clara de unos valores democráticos que algunos cuestionan. Debería condenar la actitud de no pocos miembros del Ejército –jubilados y en activo– que preocupan a parte de la sociedad. La apología extendida entre quienes portan las armas de una época de dictadura y represión contra la mitad de los españoles debería, sobre el papel, hacer que Felipe VI se posicionase. Debería, como jefe de las FF.AA. y como receptor de la famosa carta escrita por ex altos cargos militares a los que les gustaría ver fusilados a 26 millones de españoles, posicionarse. Pero no esperemos nada.
Ojalá me equivoque. Ojalá el mensaje del monarca no consista en salir del paso con generalidades sobre la salud y la economía mientras en privado continúa su pulso contra un Gobierno al que, como a todos los anteriores, le debe obediencia. Ojalá diga que en España no caben actitudes fascistas. Ojalá diga que aquí no caben quienes amenazan a la otra mitad ni quienes, en un momento como este, quieren sacar beneficio político de una crisis sanitaria. Ojalá me equivoque, pero lo dudo.
Si el papel de Isabel II o de cualquier otro monarca europeo del siglo XXI –cuenten lo que cuenten las constituciones– es representar y defender los intereses de las élites del lugar, Felipe VI suma a esta obligación otro encargo que parece aceptar con agrado, un encargo que, a propósito, viola la Constitución: el de ser el representante, por acción unas veces y por omisión otras, de una tendencia política concreta, la de la España nacionalista y de derechas que corea su nombre en el Parlamento como forma de ataque al resto de representantes. En su mano está que no sea así. En su mano está también que lo sea.