Los asaltos al Capitolio que vienen
Al facismo se le vence con políticas públicas. Si no lo entendemos viviremos episodios parecidos a los del 6 de enero
Ander Moraza 7/01/2021
Decía Walter Benjamin que articular el pasado históricamente no significa (sólo) descubrir el modo en que fue, sino abastecerse de memoria cuando esta refulge en el momento adecuado.
El 6 de enero hemos asistido a un asalto al Capitolio por parte de partidarios de Donald Trump. Este asalto, que a muchos parece haber pillado por sorpresa, no es más que la culminación lógica (por improbable o irreal que pensáramos que fuera) de una política trabajada durante nada menos que cuatro años, pensada para hacer uso de la mentira y de la crispación para deslegitimar a la oposición política.
Desde hace unos años observamos cómo la clase política se dedica a azuzar con palos los nidos de avispas, ignorando, sin el más mínimo sentido común, toda señal de peligro, para después mirarse con incredulidad las mordeduras, consecuencia de sus actos, clamando respuesta por tan inesperado resultado.
En este caso, la mordedura es la enésima señal de tensión política que azota el panorama estadounidense tras el paso del huracán Trump y que esta vez ha visto a sus víctimas en los edificios de las instituciones políticas. Conviene hacer un análisis de cómo se ha llegado a un punto tan incierto en el futuro de Estados Unidos.
El asalto al Capitolio no es el problema per se, sino un síntoma de ese problema. Un problema devenido de la estrategia de Trump, de generar dudas, la mayor parte de las veces fundadas en mentiras, acerca de la legitimidad de la oposición política y de las instituciones estadounidenses para fortalecer un personalismo cesarista, y una lealtad ciudadana no bajo valores democráticos o institucionales, sino bajo su persona.
Si bien esto es evidente, es también necesario saber por qué un hombre incapaz de decir dos verdades en un día, orgulloso de su machismo, racismo, clasismo, y de la más absoluta ausencia de principios y ética, mantiene aún a día de hoy la lealtad de tan alarmante cantidad de ciudadanos, que siguen no ya siquiera al partido republicano, sino a él. La respuesta a esto reside en un inicio inadvertido: porque en su campaña electoral señaló correctamente la incapacidad del sistema político estadounidense de solucionar los problemas endémicos del país.
Trump se presentó a las elecciones como un outsider, alguien ajeno al sistema, que entraba en él para cambiarlo. Para ello se valió no solo de una muy hábil campaña publicitaria, sino de una aún mejor campaña anti-establishment. La clave de su éxito ha sido aprovecharse de la más que penosa actuación de los partidos, los políticos, y de las instituciones, que, durante el mandato de Obama, no confrontaron ni en lo más mínimo la pobreza, el racismo institucional, el machismo y el intrusismo estadounidense en el resto del mundo. De haberlo hecho, hubieran tenido que señalar necesariamente al propio sistema de mercado como la causa subyacente, y ofrecer las consecuentes políticas de reforma sistémica. Nadie quiere ser llamado izquierdista en Estados Unidos, al fin y al cabo.
Trump es la respuesta reaccionaria a la crisis de legitimidad de una clase política que perdió por el simple hecho de que no tenían más credibilidad que él. Por el simple hecho de que las instituciones estadounidenses se han encargado tan férreamente de proteger el statu quo, que se han puesto en peligro a sí mismas.
Trump es la respuesta reaccionaria a la crisis de legitimidad de una clase política que perdió por el simple hecho de que no tenían más credibilidad que él
La interminable sarta de mentiras y desmanes que le han acompañado a lo largo de todo su mandato le ha sido perdonada no porque la totalidad de sus votantes le sigan ciegamente, sino porque realmente se percibe como la única opción viable en el panorama político. Los propios votantes demócratas no han elegido a Joe Biden por creer en él, sino para que Trump no fuera reelegido. La legitimidad de las instituciones y de los partidos está tan sumamente deteriorada por su propia mano, que no será fácil sanar el daño.
Y no sanará.
No sanará porque Biden no ofrecerá políticas que protejan a la ciudadanía más precaria y expuesta a los vaivenes del capitalismo salvaje. No sanará porque los demócratas no adoptarán políticas públicas que basen su mandato en reconstruir el sistema público. No sanará porque no se encargarán de aplicar políticas serias que eliminen el racismo estructural de las instituciones y en especial de la policía. No sanará porque adoptarán la misma estrategia que Obama o que el propio Donald Trump: ofrecer la idea y la ilusión del cambio para que nada cambie en ese país. No sanará porque no harán frente en lo más mínimo a los estratos políticos y sociales que perpetúan la pobreza de millones de personas que votaron a Trump precisamente por desesperación. Y cuando este mandato haya acabado, y nada haya cambiado, Trump, o su hija Ivanka, volverán a presentarse a las elecciones, con credibilidad renovada.
El problema de que el discurso del “golpe de Estado progresista” haya calado hasta ese punto en Estados Unidos implica que el resto de agrupaciones de extrema derecha imitarán sus actos, pues es el país catalizador del resto de democracias, nos guste o no. Conviene por tanto comprender ya que los neofascismos surgen con la pérdida de credibilidad y de legitimidad de la ciudadanía en sus instituciones, de sus partidos, y de sus políticos. Esa animadversión surge cuando la política no puede responder a los problemas socioeconómicos de su gente, y esos problemas socioeconómicos, surgen al no asegurar una red pública de bienestar que genere cohesión social, bienestar público, confianza en las instituciones.
Al fascismo se le vence con políticas públicas. Y si no entendemos eso, tendremos más asaltos al capitolio.