Los fascistas también lloran
- Uno puede hacer del odio y la violencia su razón de ser política. Y al mismo tiempo llorar porque llega el día en el que alguien lanza un huevo. La desfachatez es como los chicles masticados, muy elástica
Gerardo Tecé 10/02/2021
No por fascista deja uno de tener sentimientos. Especialmente hacia uno mismo. Los más grandes del género son un buen ejemplo de esto. En sus últimos días encerrado en un búnker, Adolf Hitler se quejaba por la contundencia de las bombas aliadas cayendo sobre Berlín. ¡Por San Auschwitz bendito, Eva! ¡No había visto tanta violencia en mi vida! En el caso de Augusto Pinochet pudimos ver su desfachatez televisada. Un golpe de Estado y miles de asesinados, desaparecidos y torturados después, el dictador chileno invocó los derechos humanos para sí mismo cuando el juez Garzón consiguió retenerlo unos días en Londres en un intento de juzgar sus crímenes: esto no se le hace a un pobre anciano, es inhumano, se lamentaba mientras simulaba estar postrado en una silla de ruedas de la que se levantó de un alegre brinco nada más pisar suelo chileno. Nada más sentirse del único modo en el que un fascista admite sentirse: impune. Sin irnos más lejos, aquí pudimos ver al Caudillo De España Por La Gracia De Etcétera, Etcétera, llorar la muerte de su amado Carrero Blanco. Cobardía, barbarie o violencia fueron algunos de los términos que, entre sollozos, le sirvieron al responsable de más de 50.000 fusilamientos una vez acabada la guerra para denunciar aquel terrible e inhumano atentado.
Que los fascistas también lloran no es nada nuevo. Uno puede, sin ningún tipo de conflicto, acosar a menores de edad inmigrantes a las puertas de un centro de acogida y jurar a lo Scarlett O’Hara tras recibir un par de huevazos que jamás se había visto sobre la faz de la tierra tanto odio ni violencia. Es compatible que entre tus filas haya nazis condenados por dar palizas a personas extranjeras y quejarte porque no eres bien recibido en algún lugar. Se puede, por qué no, abogar por la ilegalización de las ideas políticas de los demás o pedir un golpe de Estado militar y sentirte un perseguido del sistema cuando recibes rechazo en forma de abucheos. No tiene por qué ser un problema demostrar tu simpatía por quienes creen que sería una buena medida asesinar a 26 millones de españoles y a la vez calificar de terrorismo que te insulten durante un mitin. Uno puede señalar a homosexuales o a mujeres maltratadas sembrando sospecha sobre ellas y, por qué no, proclamar a boca abierta que eres tú el oprimido, el realmente perseguido. Se puede acosar día y noche en su propio domicilio a políticos rivales o acosarlos en lugares públicos sin más petición ni intención que la de inculcarles miedo físico y al mismo tiempo autodenominarte víctima de quienes atacan la pacífica convivencia. Puede uno despreciar la cultura o la lengua de lugares periféricos y pretender que te reciban de brazos abiertos. Uno puede hacer del odio y la violencia, de la persecución al diferente, su razón de ser política. Y al mismo tiempo llorar porque llega el día en el que alguien lanza un huevo o una piedra. La desfachatez es como los chicles masticados, muy elástica.
Hace unas semanas salía a la luz un vídeo grabado en París. En él una decena de encapuchados pateaban a un joven extranjero de 15 años. A pesar de la brutalidad de las imágenes, a pesar de que el chico quedó en coma, no faltaron a la cita aquí en España quienes inmediatamente culparon al chico pateado por su origen extranjero. La culpa de que haya ataques contra los inmigrantes en Europa la tiene el exceso de inmigración, argumentaban sin despeinarse. Igual un día, tirando del mismo hilo argumental, atan cabos. Igual descubren que, sin exceso de fascismo, sin su violencia diaria, no habría lanzamiento de huevos contra fascistas, esa forma suprema de violencia. Que la violencia genera situaciones violentas lo sabe todo aquel que de verdad la rechaza. Quien vive de ella nunca acaba de entenderlo.