Doscientos decibelios de percusión enlatada retumban en mi columna vertebral, revientan mis tímpanos y hace danzar las gotas de sudor que resbalan por mi frente. Sobre la pista todas las chicas aúllan al unísono coreando a la gangosa voz de Madonna en su confesión pública: "Living in a material world and I am a material girl…". Frente a mis ojos alucinados las cumbres nevadas de dos colinas gemelas ascienden deformándose con una consistencia mantecosa para, llegadas al punto álgido, desplomarse bruscamente rebotando, una vez y otra, una vez y otra... Unos centímetros por detrás de aquel prodigio orográfico y al abrigo de unas pestañas inacabables que barren el humo de la pista con cada parpadeo los ojos de Anna me sonríen con picardía.
En el frenesí demente de la discoteca suburbana todos nos concentramos bajo las luces parpadeantes, atraídos por ellas como polillas para comprobar si aún estamos vivos. Inmersos en los guiños titilantes de los flashes nos observamos de hito en hito unos a otros. Adolescentes, que ocultan su acné y su delgadez bajo sudaderas con capucha franciscana, bailan arrastrando los pies con la mirada clavada en el suelo fieles a su propia imagen de androides soñando con ovejas eléctricas. Por debajo de la falsa cogulla, ojos muy humanos espían disimuladamente a señoritas con la barriga al aire y maquillaje prostibulario que saltan sobre tacones altísimos e inestables, cinturones de grasa oscilante en peligro perpetuo de precipitarse contra la pista de metal.
Un metro por detrás de Anna, Miquel se hace sitio utilizando como ariete los bamboleos su barriga cervecera ; en las manos, levantadas por encima de la cabeza, agita dos copas de un líquido turbio y grisáceo, la versión local de lo que en otro planeta sería un vodka con limón. Nadie parece molestarse por sus empujones, por unas horas, y con la ayuda de mucho alcohol, todos los parroquianos somos una gran familia.
Al llegar junto a nosotros roza el hombro de su mujer con el cristal helado. Anna se da la vuelta y le coge uno de los vasos. De espaldas a mí, estrujados por la multitud, la solidez esférica de sus nalgas traquetea contra mi cintura. Intento apartarme, pero ella retrocede conmigo. Miquel me mira a la cara, Anna gira la cabeza y también me mira, ambos tienen sus ojos fijos en los míos, se dan cuenta de lo incómodo que me siento. Sonríen, soy un gilipollas, ella está jugando conmigo y me lo he tomado como una insinuación. Sorprendo un guiño de complicidad entre ellos. Nos reímos sin hablar, mejor así. Gritamos con la parroquia "…and I am a material girl…". Con estribillo el disc-jockey aumenta el volumen, las luces suben de intensidad y barren la niebla por encima de las cabezas, cientos de brazos se agitan, la audiencia se contonea con más ímpetu. ¡Qué felices somos!
Dos horas después la noche es tan negra como me esperaba y yo no consigo distinguir el canto impertinente de los grillos del silbido constante de mis oídos. Intento fijar la vista en las luces de neón de la discoteca, pero ellas juegan conmigo, me rehúyen, se desdoblan y se ondulan como si las estuviese viendo desde debajo del agua. Llevo una cogorza de campeonato. Anna y Miquel no parecen estar mejor, ella está tumbada sobre el capó de un coche con los brazos en cruz y las piernas impúdicamente abiertas, su marido eructa y orina al unísono sobre la gravilla del estacionamiento.
Miquel deja lo que está haciendo, se acerca a mí describiendo la trayectoria a la par errática y serpenteante de una peonza y me estruja en un abrazo de oso entre sus brazos peludos. La genética le ha conferido una constitución baja, hirsuta y de músculo tenso que se está viniendo abajo con la vida disoluta que lleva. Su vientre, que hace solo un año, cuando aún estaba en nuestro equipo, era duro como una roca, es ahora blando como el algodón.
– Venga, macho, nos vemos la semana que viene –me espeta a la cara. Su aliento huele como la tumba de la abuela de Drácula.
– ¿La semana que viene?, ¡Si solo es viernes!... –la respuesta muere en mi boca cuando recuerdo que ellos parten ahora en moto hacia Colliure. Han quedado con un grupo de parejas para un fin de semana de intercambio. Un cristal de hielo me atraviesa el corazón sin avisar: mi mujer ahora está en la cama con un viejo de cincuenta años. Tengo por delante todo un fin de semana solo para mí, únicamente con el recuerdo de Maite.
– No lo recordaba. ¡Qué folléis mucho ó que os follen mucho… o lo que se diga en estos casos! –grito más alto de lo que debiera. Anna levanta la cabeza y me sonríe.
– Llevas bragas rosas –es mi despedida.
Ella hace un amago inútil de cerrar las piernas que no modifica la perspectiva que tenemos de su ropa interior. Miquel me palmea con fuerza la espalda mientras me alejo rumbo a mi auto.
– Olvídala… –escucho su voz a mi espalda–. Hay cientos de tías…
– ¡Para un tiarrón como tú… miles, cientos de miles! –apostilla Anna mirando al cielo
El motor ruge obediente bajo los pedales cuando lo pongo en marcha. Cruzo el puente sobre el Llobregat en un suspiro. Conozco las carreteras locales, pero aún así, conduciendo con litros de alcohol en la sangre es difícil describir la tristeza suburbial de Cornellà bajo la luz incierta que precede al amanecer. Atravieso una población que apenas veo, sé que hay edificios, hay calles, pero no son más que bocetos cenicientos, construcciones provisionales apenas conformadas, la angustia de la materia que se ha quedado petrificada a medio camino hacia la realización. A mi derecha un resplandor sanguinolento se levanta desde la dirección en donde sé que está Barcelona… donde sé que Maite duerme plácidamente en el lujoso piso de Sarrià. Una punzada de dolor inconsolable me despierta de mis ensoñaciones, muerdo el acelerador a fondo, quiero huir, llegar a casa y dormir, olvidar, no pensar, no recordar, no conocer, no saber, no entender, desaparecer, disolverme en la nada. Edificios a medio formar desaparecen tras el coche antes de ser vistos. Me arden los ojos, una humedad salada empapa mis labios, estoy llorando.